Hay algo en los artistas de circo callejero que los asemeja entre sí y a la vez los distingue de otros laburantes urbanos. La pinta, la forma de expresarse, la cultura que retroalimentan.
Tribu urbana, economía informal, un estilo de vida alternativo. Componen un presente con retazos del rock, del punk, del ska, de lo que sea que surja de habitar la calle. Viven en casas de familia, okupas o colectivas. Practican nomadismo, autogestión, ayuda mutua u otras formas anarquistas. O todo lo contrario. También, como en todos lados, están los que se la mandan.
No creo en la metáfora de que solo los peces muertos siguen la corriente, pero estoy seguro de que algunos van en el otro sentido porque lo eligen. Me refiero a los que hacen arte en el semáforo, de los pocos que aprovechan el rojo para encontrar vida en esa pausa. Vida posta: concentración, equilibrio, fuerza, respiración consciente.
Sienta muy bien el gesto que devuelven cuando consiguen el mango en ese instante delimitado en tiempo y espacio por la luz de un semáforo. El contacto visual de por sí ya los distingue. Sigue un gracias, una sonrisa que tal vez ya venía con su número, o un cruce de palabras que se pierde en el movimiento que obliga el verde. Es la base mínima del respeto que profesan y que esperan del otro. Incluso cuando no está ese mango.
Todo esto en un mundo que tiene otros mundos. A veces arrasadores.
Se ven malabaristas en los semáforos de la avenida Belgrano a la altura de Canal 5. En alguno del bulevar Oroño o en Pellegrini. Por Circunvalación, para el lado del norte. Puntos estratégicos que eligen por el tiempo que dura el rojo, por la cantidad de tráfico, por la sombra a mano cuando hace calor, por la distancia del lugar donde viven o duermen. Pero también, y tal vez por encima de todo lo anterior, los eligen si están libres. Es decir si no hay nadie trabajando, sea artista, limpia vidrios o vendedor ambulante. Tampoco si hay alguien pidiendo.
Hace poco Lautaro fue a trabajar a un semáforo de Pellegrini al 5500, el mismo lugar desde hace más de un año. Había vuelto después de unos días de trámites en Tortuguitas, Buenos Aires, donde nació y donde viven sus viejos. Llegó con sus clavas, el monociclo y el disfraz de payaso ya puesto. Notó que al espacio lo había ocupado una mujer con varios pibitos que se iban turnando para pedir plata. Parte de una familia que ya tenía vista desde hacía unos ocho meses, pero que solían ocupar otro semáforo de la zona.
Si se da esta secuencia con otro malabarista, el código, se podría decir que a nivel continental, es que no importa quién fue el primero en la historia en ocupar ese semáforo. Lo que se tiene en cuenta es quién llegó primero en el día de laburo, y esa persona es la que elige compartir o no el lugar. Se turnan por semáforo en rojo, disponen una franja horaria para cada uno. O bien, si no hay acuerdo, el que llegó más tarde se marcha a buscar otro punto.
Pero con otro tipo de laburantes de semáforos, o con personas que piden, el asunto se pone más espeso. Suele haber algo preestablecido, sin papeles y sin firmas, que supone que si un punto está ocupado por un rubro específico no puede llegar alguien de otro e instalarse. Lo otro que está preestablecido, por definición, es que puede haber problemas.
Lautaro le explicó algo de esto a la mujer que estaba con sus hijos. Que ella ya tenía su espacio, que este lo ocupaba él hacía mucho tiempo y que esa era la manera de respetar lo de cada uno y no molestar al otro. A ella no le gustó nada, pero lo aceptó y se fue. A los cinco minutos, mientras hacía malabares arriba de su monociclo, Lautaro vio llegar a un tipo que se le fue encima con un martillo en la mano. Lo reconoció: era la pareja de la mujer. Como pudo lo esquivó y corrió para la vereda de enfrente, dejando su monociclo y las clavas donde pudo. El tipo agarró todo eso y lo tiró al medio de la calle. Los autos pasaron por encima.
Lo que siguió fue a Lautaro re caliente, tirándole piedras que el otro devolvía. Cuando se fue, el tipo lo amenazó: que sé dónde vivís, que te voy a matar a vos y a toda tu familia.
Lautaro se fue a Buenos Aires, estuvo unos quince días en los que aprovechó para que su viejo le arreglara el monociclo. Al regresar a Rosario volvió al semáforo de siempre. Trabajó el sábado 5 y el domingo 6 de agosto. El martes siguiente, a media tarde, salió de compras y en un semáforo se volvió a cruzar a aquel tipo, que lo volvió a increpar. “Te acordás el quilombo del otro día, vos no vas a laburar más”, le dijo. Sacó un 22 de la cintura, le apuntó y gatilló.
Varios días después lo cuenta con lo que se acuerda, esa mezcla de imágenes nítidas en segundos interminables y sucesos borrosos que deja la adrenalina. Dice que recién cuando habían pasado 10 minutos empezó a chorrear sangre y a sentir el dolor de dos balazos. En una pantorrilla y en una mano, con el meñique y el anular doblados con tensión por algún reflejo nervioso. Para entonces ya había corrido al bar Mr. Chavo, donde lo asistieron.
Lautaro me cuenta que vive con su novia Kimi y con la bebé de ambos. Que Kimi es rosarina y que se conocieron en Brasil, los dos con el arte callejero como punto en común y motor para caminar otros países. Que él aprendió a hacer malabares a los 11 años y que hoy con 31 usa el mismo traje de payaso que su vieja le regaló a los 16. Si alguna vez lo hizo por necesidad, así como limpió vidrios o cuidó autos, fue porque quería comprarse las cosas que le gustaban ya que su viejo no podía darle el gusto a todos los hermanos. Ahora lo hace porque le gusta. “Es algo hermoso el arte callejero”, dice.
Pero hoy no puede. Cuenta que las heridas de los balazos le están impidiendo trabajar. Mientras, espera que pasen los días para que le quiten los puntos y poder hacer una rehabilitación que le permita recuperar su habilidad. Sobre todo de la mano afectada. Pero también les preocupa el lío con el otro tipo, asunto que los impulsó a mudarse y tener que alejarse del semáforo de siempre. Ahora la bancan como pueden en la feria donde Kimi vende artesanías y con la ayuda que le dieron sus colegas que organizaron un festival para juntar unos pesos.
Desde hace unos meses, además de en semáforos o en espectáculos en espacios públicos, se ven artistas callejeros en movilizaciones vinculadas a la violencia narco. Desde que mataron a Lorenzo “Jimi” Altamirano, caso del que se habló en una entrega anterior, hay malabares en el Centro de Justicia Penal, en la cancha de Newell’s, en la plaza San Martín frente a Gobernación o en la 25 de Mayo en las puertas de la Municipalidad.
Jimi tocaba con Kimi, baterista de Bombas de Rabia. Fueron muy amigos durante muchos años, laburaron juntos en la calle y siempre encontraban un punto de encuentro. “Para compartir”, dice ella. “Lo que le pasó fue inesperado y horrible, una nunca se espera que a un amigo le pase eso”, cuenta. Eso es: que te secuestren al azar, que te pongan entre las ropas un papel con un mensaje a unos narcos y barras de Newell’s, que te bajen en la puerta de la cancha y que te maten a tiros.
Fue en uno de esos mundos que tiene este mundo, tan arrasador.
Kimi cuenta que viajó por varios países del continente, que estuvo en ciudades donde hay peligros de todo tipo. Pero que es algo muy propio lo que pasa acá. “Yo acá no me veo durmiendo en la calle. Jamás me sentiría segura”, dice como ejemplo. Habla de desborde de violencia, de miradas de desprecio, de gestos y actitudes que se desprenden del prejuicio, de una falta de respeto y solidaridad que no vio en ninguna otra parte. Lo que queda es despuntar ese don que ella dice que forjan “para hacer la vista gorda a ese tipo de cosas. Una trabaja de esto porque lo quiere y elige”.
Imaginate que vas a laburar tres horas a la mañana y cuatro a la tarde, todos los días. Que estás en eso y aparece un tipo, convencido de su propio mundo y tal vez de nada más, que te grita que vayas a trabajar. O que viene otro, por tu lugar, y te pega dos tiros.
“Hay días y días, la calle es así”, dice Kimi.