No sos un extraño ni una desconocida. Aunque nunca nos hallamos cruzado. Hablamos el mismo lenguaje. O casi el mismo. Estoy en un bar de Pellegrini y Alsina tomando fernet con soda y el humo de mi cigarrillo es una araña que trepa al cielo con desgano, trazando una verticalidad tambaleante. Un par de viejos toman cerveza con gaseosa de naranja y hablan como lo vienen haciendo hace años. Paro acá cuando no tengo nada que hacer. Me encanta no tener nada que hacer.
Me dieron la tarea de contar la ciudad y creo que lo hice bien, a mi manera. Nunca hubo otra cosa más que transmitir el latir de las palabras. Si entrevistás a un ladrón legendario, de esos que robaron décadas sin disparar una bala, bueno, no alucinás tanto por sus historias —que son, por cierto, alucinantes—, sino por cómo las chamuya. Por el tono con el que reinventa sus viejas y buenas épocas.
Estoy tirando apuntes en mi celular, pero quisiera estar en otro lado: una casa rodeada de árboles en algún pueblo perdido, encendiendo un fuego mientras el viento lleva consigo un viejo bolero, una canción romántica hecha cumbia, estrofas atemporales que ahora suenan más melancólicas, más desesperadas y urgentes.
¿Alguien se robó una moto y se fue por ahí a besar la piel del mundo? ¿Qué es ese murmullo antiguo que suena debajo de las conversaciones de todos los días?
Hace tiempo que, por las noches, salgo a caminar por el Parque Independencia. Parto de Pasco y Caferatta, atravieso el Hospital de Emergencias y dejo atrás un salón de fiestas noventoso que tiene un cartel de neón del color del arco iris, un cartel luminoso y chillón que brilla en el cielo del oeste. Dejo atrás un local de panchos y hamburguesas y bordeo la avenida.
Por Pellegrini, a la altura de Richieri, observo a la Virgen Blanca que está al costado del cementerio. Le ofrendan flores y, hasta no hace mucho, un hornero había armado el nido en su corona. Siempre hay gente en los bancos que la rodean. Chicos de la calle, viejos y viejas, parejas jóvenes con sus criaturas, linyeras y amanecidos, personajes solitarios, huérfanos y devotos, creyentes y sobrevivientes. Tras pasar día a día, fui descubriendo su magnetismo. La Virgen tiene los brazos abiertos y recibe a todos, sabe hacer silencio y nos deja en silencio a nosotros.
Un pequeño grupo atraviesa las noches sobre el enorme paredón del cementerio, están entre el cementerio y la virgen. Enciende un fuego y cocinan lo que consiguen. Unos fideos, algo de pollo, unas verduras. Supongo que también estarán hoy. No son más de cuatro. Se dispersan durante el día y se reencuentran cuando cae la tarde. La Virgen los recibe.
En el bar, mientras, observo a un hombre muy parecido al escritor Enrique Symns, fallecido en marzo de este año. De canuto, le saco un par de fotos y la mando por Whatsapp a mis amigas y amigos que saben de quién se trata.
—Miren, no está muerto, está de incógnito en Rosario —les escribo
Me reconforta su parecido. Como si en este derrumbe que es el mundo, el destino me tirara un guiño. Una señal de que las cosas que nos importan, de algún modo, siguen ahí, al alcance de la mano, para que nosotros las reinventemos.
Hay varios amigos en planes de abandonar Rosario, irse al norte o a Córdoba, quieren criar a sus hijos en otros lugares. Perdimos la calle. Todo es un problema. Quieren que sus hijos anden solos por ahí, que corran, se pierdan e investiguen como lo hacíamos nosotros, todavía, en la ciudad.
Hemos visto y escrito el fin de una era y el comienzo de otra. Nadie sabe qué va a pasar. Espero que sigan existiendo lugares donde la gente pierda el tiempo. ¿Para qué se piensan qué es la vida?
Otras veces, salgo a caminar por las calles y cortadas del barrio. Me gusta una casa de dos pisos que está por Ituzaingó y Constitución. Tiene balcones con plantas que caen y está cubierta de piedras azules. Me gusta porque una vez vi una película cuyos protagonistas vivían en una casa parecida y bueno, sí, a veces vivo en fantasías que me atrapan y deslumbran.
¿Dónde termina lo real? ¿En qué cruce de palabras empieza el delirio estético, cuándo se sale y cuándo se entre en el ensueño?
Tengo una lista de notas con las que seguiré de acá en adelante. BUENO, NO. No tengo ninguna lista de notas, ni ideas, ni nada. Solo una crónica de calle San Martín que hace años quiero hacer. Ese tramo extraño que va de Veintisiete a Pellegrini. Con sus locales de repuestos de autos, edificios, bares y casas derruidas. Hay un ecosistema de cemento y caños oxidados, cines reconvertidos en locales de motores y hasta un cartel de azulejos, en una esquina donde hoy funciona una pensión, que dice: “Hospital automotor”.
Al mediodía, en el bondi que me lleva del trabajo a casa, escuché a un freestyler que se subió a improvisar y a ganarse el mango, acompañado de un pequeño parlante negro. Antes de empezar, nos pidió a la señora que estaba a mi lado, y a mí, que digamos cada uno una palabra: dije “preguntale” y la señora agregó “alegría”. “Preguntale al que tenés al lado si conoce la alegría”, tiró el quía y empezó con sus rimas, que duraron unas diez cuadras. Terminé el viaje mejor de lo que lo empecé y se lo agradezco. Nunca lo había visto y tuve la intuición que no volvería a cruzarlo.
Siempre, la escritura fue perseguir un sueño. Encontrar la llave que libere a las palabras que flotan, como una promesa, en el viento. El misterio de la vida. El milagro breve y amargo de la existencia. El latido. El latido que nos conecta y nos deja en silencio.
Como sea, seguiré hablando en el mismo tono, aunque sea otro. Quiero decir: si la realidad me lleva a hacer notas con números, datos oficiales, estadísticas y todo eso, será para acompañar lo existencial. Esa fue siempre la misión. Al menos la mía.
Creo que no está tan mal. Hablamos el mismo idioma, o casi, y nos entendemos. Nos vemos la próxima. Acá, allá o en cualquier parte. Chau!