—Mirá al hijo de puta de Angelito, ya las va a pagar, va a pagar todas las que hizo. Todas las que le hizo a la gente que cayó en cana —me dijo un tipo que se asomó sobre mi hombro y dejó caer los ojos en el diario, abierto sobre el la barra, en el bar de la estación de servicios de Alvear y Brown.
El hombre era grandote y de pelo largo, flaco y de gestos nerviosos. Sin que le pregunte nada, siguió:
—Ese torturaba a los presos, y ahora que cayó, las va a pagar, porque todos se paga.
Yo leía una noticia en los policiales del diario de mayor tirada de la ciudad. Una extensa nota que contaba que un comisario terminó preso por enriquecimiento ilícito. Era una época en que ya se sentían los primeros cimbronazos del gran caos que luego se apoderó de la ciudad; corría el año del 2010 y, como el chiquito que era, abrí los oídos y escuché con atención lo que me decían:
—Yo estuve preso, eh, porque era chorro yo, y caí en la comisaría que manejaba este hijo de puta, y no te digo que está bien robar, pero este se zarpaba, era maldito, le gustaba darnos, era hijo de puta. Y ahora le toca, ¿no?
No recuerdo mucho más. Solo viene a mí el énfasis con que el grandote sentenciaba que Angelito las iba a pagar. Todavía aquel dolor le dolía, no era algo de otro tiempo. Según su análisis, la justicia se iba a ejercer de modo directo:
—Si cae en desgracia le toca una celda común. Y ahí los presos se van a acorar de él.
Paraba seguido en aquella estación, que estaba a una cuadra de la casa de mi vieja. Caía en las noches de semana, en las que no tenía mucho por hacer. Era uno de los lugares del barrio a los que iba a mirar la vida.
El grandote se llamaba Oscar y, al enterarse que yo era periodista, quiso contarme su historia. En realidad yo no era periodista. Decía que lo era y me lo creía. Y así grababa a ciertas personas cuyas palabras despertaban mi interés.
En ese bar, día a día, los taxistas pedían Diclofenax o Ibuprofeno. Las ocho o doce horas arriba del coche los dejaba agotados, desechos, dolidos, rotos. Y con un poco de café, un poco de charla y un poco de analgésicos seguían adelante.
Yo estaba seguro que se había corrido el rumor sobre mi supuesto oficio, porque muchos personajes del barrio se me acercaban y me hablaban. Después comprendí que solo era un boludo con tiempo y ganas de escuchar. Y todos los vagos, los locos, los aburridos y los desesperados se me acercaban.
El grandote Oscar, tras varios encuentros ocasionales en aquel bar, finalmente me dijo:
—No quiero hablar, en cuanto pienso lo que tengo para contarte me empiezo a volver loco, necesito mirar para adelante.
***
En aquel verano, la noche en Pichincha era tranquila, casi aburrida, como si sus calles fueran el escenario de un pequeño pueblo que asoma de reojo la cara hacia la gran ciudad que sueña con ser. Bueno, quizás no era así. Yo la recuerdo así. Los fines de semana se agitaba, pero yo los fines de semana disparaba hacia otros ambientes, recitales de rock o fiestas en casas.
Una noche vi cómo un padre iba furioso a buscar a su hija, que había escapado de la casa para verse con el chico que le gustaba. Ambos eran menores de edad y el padre los interceptó frente a la estación. El viejo, sacado, invitó a los taxistas a que se sumen en la cruzada. Dos de ellos lo hicieron, uno sacó un enorme fierro del baúl de su auto y se puso al frente; la piba lloraba y decía que no le hagan nada. El chico pudo escaparse y el padre tardó en volver en sí.
Al tiempo, los chicos se pusieron de novios. No sé qué andaba mal en la casa de aquella chica, pero el asunto se acomodó. Cuando los cruzaba por la calle, en las semanas que siguieron, pensaban en los taxistas, a los que veía tomar café todas las noches. Pensaba en su bravura, que en realidad era cobardía, frustración. O puro impulso, en el mejor de los casos. Pensaba en esa envalentonada ingenua y brutal que casi le cuesta a un pibito la paliza de su vida.
***
Cuando no estaba en la estación estaba en un minimarket 24 hs. que había por Alvear entre Salta y Jujuy. Ahora en el lugar hay una cervecería artesanal. Una noche, en una de las mesas de la vereda, Toni Temple cantó con su guitarra criolla los que luego serían los temas de su primer álbum, que salió ese mismo invierno. Toni Temple era y sigue siendo nuestro juglar, alguien que con sus canciones dice nuestra vida mejor de lo que nosotros podemos decirla. Yo quería ser periodista y ser escritor y entre mis obsesiones estaba contar la vida de la ciudad. ¿Qué significaba eso? No lo sé. Nunca lo supe y no lo voy a saber nunca. Pero Temple ya había dicho algo al respecto, ya lo había sintetizado en dos frases: “Lo mejor de la ciudad/ no es para mí/ no es de verdad…”.
Había una mujer que salía por las noches a pesar el perro y fumar cigarrillos. Era una petisa, ya grande, cuyo pelo estaba pintado de un rojo furioso. Estaba algo ida y decía que ya no se podía andar por la calle debido a la inseguridad. Lo curioso es que andaba sola a cualquier hora, con su perro. Caminaba sin miedo y se ponía a discutir con quien quisiera sacarle charla.
En la esquina de Alvear y Salta, una piba que tenía mi misma a edad me encaró alguna vez. Era una flaca de ojos negros y mirada perdida:
—Eh, amigo, ¿querés fumar?
—No, gracias, no fumo.
La flaca encendió un porro y, tras darle varias pitadas, me dijo con complicidad:
—Vos querés tomar, ¿no?... Acá tenés, no te persigas.
Sacó una bolsita, la puso en mis manos y me pidió un cigarrillo. Se lo dí y le devolví la bolsa. Otra vez estaba metido en una conversación que no sabía cómo y porqué había empezado, y mucho menos cómo salir.
—Yo soy Laura; vos cuando estás por acá me buscás, a mí me conocen todos. Mi viejo laburaba en el pool que estaba ahí enfrente, laburó hasta que lo cerraron. Agarró la esquina cuidando autos… Ahora está en el cielo. Quedamos mi hermano y yo. Cuando quieras fumar o tomar me buscás, no te voy a cobrar; tengo mi moneda y te invito.
Era cierto: es esa esquina había habido un pool, con un cartel de neón y un hombre eléctrico, un muñeco tamaño humano, que llevaba el codo para atrás y para adelante, una y otra vez, sosteniendo un palo de pool, ejecutando sin parar un tiro maestro. Aquel muñeco era el símbolo de aquella esquina. Era un símbolo triunfal y era un símbolo vivo.
La chica que estaba frente a mí desplegaba una verborragia casi tímida. No paraba de hablar, pero le costaba hacerlo y hasta le daba cierta culpa. Me dijo que acababa de venir de Córdoba y se había instalado en la zona de Rouillón y Seguí. Que hacía dos días no volvía a su casa porque estaba cuidando autos y que recién se despertaba.
—Mi viejo murió hace mucho —sentenció, aún dolida, y con los dedos intentó contar los años que habían pasado del fallecimiento. No pudo hacerlo y repitió la operación. Parecía que no sabía contar, sumar ni restar.
***
Aún era chiquito. Sentía que estaba en la calle para contar el drama de la vida, pero que el drama a mí nunca me alcanzaría. Quizás por eso tampoco sentía odio contra nadie. De una pensión un poco escondida, la misma en la que paraba Oscar, veía salir al que había sido durante los noventa administrador de mi edificio. Nos había estafado, al punto de meter al consorcio en un serio problema legal. Él tenía su departamento, vivía en él con su madre, y terminó perdiéndolo cuando saltó la ficha de esta y otras estafas en las que estaba metido. Cayó en la calle y terminó en ese pasillo que aún está, entre casas de dos y tres pisos que valen fortuna. Un pasillo donde que aloja cuidacoches y estafadores fracasados.
Y de cruzarlo, y verlo un poco vivo y un poco muerto, terminé charlando con él. Sin saber cómo llegaba a mi mesa, sin saber por qué no lo odiaba. Al administrador parecía no importarle nada de nada. Ya no tenía ni fuerza para amargarse.
—Yo vivía en un octavo piso. Y veía los árboles desde arriba. Era una vista que me gustaba desde chico, porque me hacía sentir como flotando—me confesó una noche y, desde entonces, nunca más me dijo nada y se limitó a saludarme con desgano.
Laura, la cuidacoche, una tarde agarró mi mano y la apoyó en su cabeza. Tenía el pelo húmedo, sucio, revuelto. Una hinchazón sobresalía de su cráneo:
— Yo estaba en mi casa, jugando con un revólver que tenía mi viejo. Pensaba que estaba descargado. Le disparé a él y después me disparé a mí. Y ahí salió una bala. Estuve en coma una re banda de tiempo. Soy una re gila...
Su mano apretaba la mía y no me dejaba sacarla de aquella montañita de piel seca, pelo húmedo y cicatrices. En ese instante, me harté de mi personaje de periodista. Pero no tenía voluntad para oponerme a las charlas que, supongo, yo mismo buscaba. Nunca tenía problemas con nadie y la gente con la que hablaba me apreciaba. Aunque después me consumía con sus delirios.
— Pero bueno —dijo y al fin Laura y me soltó—. Hay que seguir para adelante, ¿o no?
***
Como pasa siempre, los veranos se terminan, y se terminan también las noches en que se está al pedo, hablando con el mundo. En el tramo final de la temporada, el grandote Oscar me confesó su amor por Laura.
—Es una masa la loca, pero está perdida, la quiero rescatar y llevarla a vivir conmigo.
Eran las dos o tres de la mañana de un domingo de calor y humedad. Ahí fue que descubrí que Oscar era un delirante y un demente:
—Quiero encontrar ese muñeco que estaba en el frente del pool, me dijeron que puede estar en alguna chatarrería por Circunvalación.
Su idea era obsequiárselo a Laura, porque aquel muñeco sería un recuerdo del padre y del tiempo ido. Con esa ofrenda, la convencería de abandonar la calle e irse con él.
—Acompañame, vamos a buscarlo en mi moto —me pidió y… no es que le dije que sí, pero tampoco le dije que no.
Y al otro día, tipo 11, recorríamos galpones y chatarrerías; teníamos dos direcciones pero probamos en cuatro o cinco, sin éxito. Pensé que me mataba ahí mismo, Oscar manejaba muy mal, iba muy rápido, y lo que menos supuse en ese viaje es que su búsqueda me dejaría una historia que contar. Finalmente Laura y Oscar se pusieron de novios y abandonaron Uganda. Nunca más los vi. La vida es muy difícil y es un desastre. Nos salva el amor y los delirios del amor. Salud. No hay nada más verdadero que aquellos delirios.