En La Mansión de Gogo doy mi taller de escritura. En el salón contiguo, a la misma hora en que leemos y escribimos, hay clases de shibari.
La primera vez que lo escuché, lo tuve que googlear. El shibari nace aproximadamente hace cien años y es una variación de los atamientos que realizaban los samuráis para transportar y torturar prisioneros. Siguiendo patrones técnicos y estéticos específicos, se transformó en un arte erótico.
Le escribí a la docente para entrevistarla. Me dijo que sí y me propuso una experiencia: atarme. Llegué dispuesta a sacarme todas las dudas pero antes de la primera pregunta, Red Velvet me entrevistó a mí. Me preguntó si ya me habían hecho shibari, qué pensaba acerca de tener los ojos vendados, qué música quería para la sesión y si tenía alguna dolencia física o problemas de circulación. Las preguntas, lejos de asustarme, me generaron más intriga.
Entrega viene del latín integrāre que significa “restituir a su primer estado”. Y para entregarse es imprescindible la confianza en el otro. Este pacto es el principal a la hora de hablar de shibari, el del consenso.
Fue un martes. Hacía frío pero la habitación estaba calefaccionada. Llevé ropa cómoda y cuando estaba lista ella me tapó los ojos con una seda rosa. Ató mis brazos y pecho: una cuerda me llevó de lado a lado, como serpientes enroscándose entre sí. Ella respiraba muy cerca, y con cada nudo mi respiración iba cambiando.
Las cuerdas, su cuerpo y el mío estaban ocupando esa habitación, pero el tiempo había desaparecido. Cuando terminó con la parte superior, unió mis piernas dejando unos centímetros entre ellas. Desde la entrepierna pasó otra contorneando mi nuca. Un calor subió por la pelvis hasta el vientre. Temblé. En ese tejido estaba expuesta. Lo erótico se desprendía con cada nudo.
Para Red Velvet atar a otros significa invitarlos a un viaje. Y yo estaba sumergida en lo que ella proponía. Por momentos la veía como a una barquera que me llevaba a cruzar un ancho río, siendo conocedora de las mareas, sabiendo leer el viento. Mis cincuenta kilos eran sostenidos por la punta de mis pies, mi cabeza estaba paralela al piso y mis glúteos entregados a un viaje en el espacio. Todo lo que no era mundo interior, había dejado de existir. Las aguas me sacudían y apretaban. El placer era inherente al dolor de la torsión, de la asfixia muscular de las cuerdas en mi cuerpo.
Un viaje implica algo que ganar y otro que perder. Yo dejé mis manos, que son la herramienta con las cuales me siento segura. Con ellas escribo y escribo para no estar sola: me aterra la soledad.
Ella conoció el shibari después de practicar el BDSM. Es una de las pioneras en aprender la técnica en Buenos Aires y enseñarla en Rosario. La rigurosidad y la paciencia son sus aliadas a la hora de transmitir este arte. Recordó los años en que sufría violencia de género y me habló de la diferencia entre un dolor y otro. En la violencia no hay placer. En el BDSM y en el shibari, el placer y el consentimiento son los motores de las prácticas. El deseo es quizás; lo que hizo de esta técnica tortuosa, un arte erótico. Red Velvet resignificó el dolor.
Su recorrido y compromiso fueron los que me dieron lo que necesitaba para confiar. Era precisa. Cada movimiento, impecable. Sin ojos ni manos, la vulnerabilidad era un hecho: ya no podía hacer nada. Pero yo había consensuado la entrega, la restitución al primer estado.
Red Velvet elevó mis caderas y quedé suspendida en el aire. La fuerza era ejercida por mis piernas y la incomodidad me llevó a respirar más lento y pausado. Busqué en cada bocanada de aire algo de estabilidad. El terror a la soledad se transformó en contención.
El desatado fue rápido y eso me sorprendió. Las vueltas de los viajes siempre son más cortas. El mundo exterior seguía su curso y el día no terminaba de morir. Al sacarme la venda abrí los ojos y las cuerdas estaban desplegadas por el piso de madera, ella me abrazaba, como un cuenco que me contenía de la crudeza de la vida. Me dio un chocolate y, entre risas, me dijo que ese era el momento del aftercare.
Al volver a mi casa, recordé que en tres semanas tenía que entregar esta nota a mi editor. Pero ese era otro tipo de entrega. Sin embargo, las serpientes seguían siseando dentro mío. Algo quedó flotando. La escritura y la soledad tienen el mismo filo; una no existe sin la otra, pero un puente las une: el de la experiencia.
¿Quién puede escribir sin haberse entregado a otro?
La escritura siempre es la escritura del otro.
Nos leemos la próxima.
Genial Dorita!!